Uno de mis libros de comedia favoritos es Mafalda. Si te lo estás preguntando, Mafalda es una historieta de tiras cómicas escrito por Joaquín Salvador Lavado, mejor conocido como Quino. Estas historietas fueron escritas en los sesentas y mediados de los setentas. Su sátira es una crítica a las condiciones políticas, económicas y humanas de aquella época.
Narra la historia de una niña argentina de clase media, siempre preocupada por el caos imperante en el mundo. A partir de su ingenua y jocosa inocencia infantil, se retrata una peculiar visión de la sociedad. Mafalda tiene muchos amigos que la acompañan en sus múltiples aventuras. Y cada uno de ellos, posee su propia personalidad e idiosincrasia.
Por ejemplo, tenemos a Manolito, la representación de la personalidad ambiciosa y codiciosa del millonario. También está Susanita, la representación de la mujer cuyo único propósito en la vida, es casarse y tener hijos. Miguelito, por su parte, es el eterno soñador. Y por supuesto, no nos podemos olvidar de Felipe, la personalidad de aquél que nunca deja de preocuparse y vivir en un constante estado de miedo.
Justamente, es una historia que involucra a Felipe la que trae a coalición el tópico que quiero discutir. La historia es la siguiente: Mafalda se encuentra con Felipe, quien está muy triste, y le pregunta qué le sucede. Éste le responde, «¿recuerdas ese juego del comercial de televisión, aquel que se suponía que nos iba a traer infinita felicidad y alegría? A lo que Mafalda responde, «sí». «Bueno», dice Felipe desilusionado, «Ésta es la felicidad que nos venden en la televisión». Y en ese momento, abre su mano mostrando el juguete más diminuto y ridículo que te puedas imaginar.
Esta historia, en particular, me recuerda lo fácil que es juzgar erróneamente nuestras necesidades. A veces creemos que ciertas cosas nos van a traer felicidad, pero no es así. La felicidad puede ser algo engañoso, especialmente si no sabemos quiénes somos. Lo que pensamos que nos hará feliz, no necesariamente lo hará. Y para hacer las cosas aún más confusas, nuestros deseos y pasiones también pueden traicionarnos.
Por ejemplo, a mí me encanta la música, pero soy pésimo para cantar o tocar algún instrumento. Podría creer que porque la música me fascina, hallaría mi felicidad como músico. Pero soy consciente que éste no es el caso. Una carrera musical hubiera sido un verdadero dolor de cabeza.
Entonces, ¿Cómo saber en realidad qué nos puede hacer feliz?, ¿Cómo podemos estar seguros que cierto trabajo, o actividad, nos puede traer gozo?, ¿Cómo sabemos si nuestras metas nos llevarán a la felicidad? La única manera de saberlo, es probando y experimentando. Ver por nosotros mismos qué es lo que nos hace feliz.
Es así de simple. Todo lo que tenemos que hacer es experimentar, probar si algo nos funciona. Cuando experimentamos en carne propia una actividad, podemos darnos cuenta si ésta resulto ser lo que nos imaginábamos. A mí me ha pasado que muchas cosas que creía me iban a gustar, al final no lo hicieron.
Jamás lo hubiera descubierto a menos que lo hubiera probado. A menos que hubiera salido y lo hubiera experimentado por mis propios medios. A veces es muy difícil saber de antemano si una actividad, trabajo o relación, nos será gratificante. La mayoría de cosas tienen sus ventajas y desventajas. Es nuestro deber descubrir si lo bueno supera a lo malo. Si la alegría que algo conlleva, supera con creces las irritaciones que lo acompañan.
No todo lo que brilla es oro. Y aún si lo fuera, seguramente habrán impurezas que habrá que limpiar y remover. Si ya sabes lo que te hace feliz, tienes suerte. Si aún no lo sabes, entonces involúcrate en el proceso de descubrimiento. Prueba y experimenta lo más que puedas. Y decide por ti mismo, qué te funciona y qué no, qué te hace feliz.
Así que ya lo saben, mis emprendedores de la felicidad,
Prueben y descubran qué los hace feliz…
Hasta la próxima!