La guerra siempre será un evento muy duro y horrendo. Algo que nadie tendría que padecer nunca, pero que, desafortunadamente, ha plagado a la humanidad durante toda su historia.
En el campo de batalla, es habitual que los generales y soldados tengan que experimentar situaciones terroríficas y tomar decisiones difíciles.
El campo de batalla tiene millares de anécdotas, que varían desde lo más crudo y grotesco, hasta lo más inverosímil y divertido. Y digo “divertido”, entre comillas, porque la guerra nunca será divertida.
Sin embargo, la anécdota que les contaré es, en mi opinión, bastante jocosa y divertida.
El adagio popular expresa que la vida real es más extraña que la ficción. Al considerar historias como la que contaré a continuación, no me queda más remedio que estar totalmente de acuerdo con esta afirmación.
Relatos como este son importantes porque, entre otras cosas, dejan entrever el lado jovial de Dios y, obviamente, también el de los seres humanos.
En un mundo plagado de tragedias y dramas, es bueno recordar que la vida también tiene su lado amable, que no todo es tristeza y adversidad.
Como ya lo mencioné, ¿Qué mejor manera de apreciar el matiz benévolo de la existencia, que en un contexto de guerra?
En efecto, si existen acontecimientos entretenidos en este entorno, sin duda que existirán en cualquier otro ámbito.
Bueno, dejando los preámbulos de lado, entremos de lleno en nuestro relato:
Toda esta historia comienza con el capitán Alexander, comandante encargado del barco de guerra «Arakwe».
El «Arakwe» era uno de esos barcos antiguos, construido en madera, y con enormes paletas a un costado. Aquellos que surcaban las aguas del río Mississippi, a finales del siglo XIX y principios del siglo XX.
Tengamos presente que esta crónica ocurrió alrededor del año de 1868, justo unos años después de la guerra de secesión en Estados Unidos.
Resulta que el «Arakwe», junto con el capitán Alexander y toda su tripulación, fue enviado a Chile en tiempos de posguerra. Para ser más exactos, el destino final del navío era el cuerno del Aconcagua.
Las órdenes que le dieron al capitán Alexander eran bastante sencillas: debía hacer presencia en la costa chilena, con el objetivo de garantizar el apoyo de Estados Unidos al gobierno del país suramericano.
Sin embargo, las órdenes indicaban mantenerse al margen de cualquier conflicto armado, sin entrar en batalla alguna. Su misión era, simplemente, patrullar y hacer acto de presencia.
Dicho y hecho, el capitán Alexander partió rumbo a Chile, en su pequeño cañonero de combate.
Al llegar al lugar, todo transcurría con normalidad. El barco flotaba tranquilamente por el agua, y la nave exhibía con orgullo los colores de su bandera.
Lo último que pasaba por la cabeza del capitán, era verse envuelto en algún tipo de combate bélico. Poco se imaginaba el pobre hombre que, el destino, le tenía preparada una curiosa sorpresa.
Un día, el capitán se encontraba descansando plácidamente en su camarote, cuando, de repente, noto algo extraño.
Esto fue lo que escribió en su bitácora: «estaba descansando en mi recámara, cuando noté que la lámpara empezó a moverse con bastante fuerza. Me dirigí a la cubierta y enseguida entendí lo que estaba sucediendo. Estábamos en medio de un terremoto submarino, que agitaba violentamente el agua de la bahía».
Así es amigos, el «Arakwe» fue azotado por un poderoso tsunami, que terminó por arrastrar la embarcación varios kilómetros tierra adentro.
La nave del capitán Alexander no fue la única que tuvo este insólito destino, pues otras docenas de barcos también fueron acarreados tierra adentro.
Imagínate el terror que debió sentir el capitán, y su tripulación, cuando una ola gigantesca los levantó del mar y los empujó varios kilómetros dentro de la costa.
Las embarcaciones golpearon con fuerza el suelo y sufrieron daños de considerable envergadura. Los barcos terminaron destrozados en el fondo de un acantilado, en la mitad del árido desierto.
En el caso del «Arakwe», la cadena del ancla se rompió y la quilla quedó totalmente hecha añicos. A pesar del fuerte impacto, la mayoría de la nave soporto bastante bien la caída.
Otras embarcaciones correrían una suerte mucho peor, quedando completamente destruidas, y sus fragmentos diseminados por todo el lugar.
Cuando el agua finalmente retrocedió, un mar de escombros se extendía por la húmeda arena.
Sin embargo, las cosas no acabarían allí, pues todavía le esperaba una sorpresita más a nuestro querido capitán.
Cuando la conmoción cesó, los restos y las cargas de las naves quedaron esparcidas por toda la zona.
Como era de esperar, las mercancías desparramadas atrajeron una multitud de malhechores, de la misma forma en que el panal atrae a las abejas.
Cientos de ávidos saqueadores se congregaron en el sitio, con el objetivo de conseguir algún botín valioso.
Cuando el capitán se percató que un grupo de bandidos intentaban abordar su precioso navío, ordenó a la tripulación sacar las armas y repeler a los delincuentes, quienes lograron zafarse del tiroteo y posicionarse fuera del alcance del fuego.
El problema era que, con el paso del tiempo, las aglomeraciones se hacían cada vez más grandes, y la tripulación empezaba a quedarse sin municiones.
Para colmo de males, las balas de cañón quedaron atrapadas debajo de la sección dañada del barco, de modo que no tenían manera alguna de acceder a ellas.
Claramente, esto presentaba un problema mayúsculo, porque no tenían proyectiles para cargar los cañones.
En la medida en la que las balas escaseaban, las multitudes parecían tomar un nuevo aire, y llenas de coraje empezaban a dirigirse nuevamente hacia el «Arakwe».
El capitán Alexander, no obstante, era un hombre rudo y recursivo, por lo que no estaba dispuesto a dejar que robaran su preciada carga.
En un momento de inspiración e inventiva, al capitán se le ocurrió una idea brillante y, al mismo tiempo, bastante curiosa.
Ordenó que cargarán los cañones con los quesos de bola seca que se encontraban en la despensa.
Dicho y hecho, la tripulación introdujo los quesos en los cañones y los cargó con pólvora.
Cuando los saqueadores se encontraban a unos 100 m de distancia, el capitán dio la orden de disparar.
El estruendo de los cañones detuvo a la malintencionada muchedumbre. Sin embargo, lo más jocoso ocurrió cuando andanadas de quesos empezaron a surcar por encima de las cabezas.
La asustada turba no tuvo más remedio que echarse a la fuga, espantada por una terrorífica ráfaga de bolas de queso.
Sin lugar a dudas, una historia bastante peculiar.
El «Arakwe» nunca más se hizo a la mar. Según los archivos de la Marina, figura como perdido. Sus restos, probablemente, descansan en algún desierto chileno (asumiendo que no se hayan descompuesto ya).
De todas formas, esta nave quedará en los anales de la historia, como el único barco de guerra involucrado en una batalla de quesos.
Aún en la guerra, ¿quién dijo que no se pueden presentar anécdotas graciosas?
Es innegable que la vida, de vez en cuando, nos presenta situaciones divertidas y simpáticas, recordándonos que no todo lo que ocurre en este planeta es malo.
Asimismo, esta historia nos ilustra la importancia de ser recursivo. En situaciones difíciles, hay que pensar «outside the box». Es decir, pensar de manera innovativa y original, como lo hizo el capitán Alexander.
Ningún problema es tan difícil que no se pueda resolver. Sólo hay que considerarlo desde una nueva perspectiva.
Bueno, mis emprendedores de la felicidad, vamos a dejarlo hasta aquí.
Recuerden:
Suscríbanse a mi boletín de noticias en iwokis.com y les regalaré algunos de mis libros sobre la felicidad.
Igualmente, al suscribirse, les enviaré algunos consejos maravillosos para alcanzar el éxito, la riqueza y la prosperidad.
Como siempre, les ha hablado su amigo y servidor, Andrés Rueda.
¡Les deseo a todos un maravilloso día y hasta la próxima!